Agitando lo habitual
La elegante silueta del delfín
Hay dos cosas que me parecen sumamente seductoras de la velocidad: el control y el peligro. Tener el control del volante y sentirme como en casa; por otra parte la aventura, el riesgo y sentirme en el límite. ¿Dónde nos sentimos como en casa y dónde al borde del peligro? Cuando abordo mi bicicleta, cuyo color gris evoca la elegante silueta de un delfín, me detengo a pensar: nada es casualidad. “Mientras no se haya pintado un gris, no se es pintor”, afirmó Cézanne. “Mientras no se haya pensado en el gris, no se es filósofo”. Por mi parte, asevero: mientras no se tenga una bicicleta gris, no se puede ser delfín. Me pongo los audífonos, y los primeros 32 segundos de “Prologue” resuenan con un eco cálido, anunciando el comienzo de mi viaje.
Entonces, confío en extraños y pierdo de vista todo lo que me resulta familiar y confortable. En el momento en que escucho esas notas de apertura, nada es mío excepto lo más esencial: el aire, el sol que se empeña en cocinarme lentamente, las horas de descanso, el hacha que rompe el concreto de la ciudad. Sin embargo, un fenómeno ambivalente se apodera de todo mi cuerpo, provocado por la celeridad que combina la promesa de control y eficiencia con el riesgo y el peligro inherente a la aceleración. Por eso creo que el delfín se asoma cada vez que decido reanudar el viaje.


